Este
año hemos celebrado el XVII Concurso de Poesía y Relato corto
Francisco Salinas con el tema: "Libros". En la modalidad de
Poesía, la ganadora nuevamente ha sido Claudia García Prieto de 2º ESO A;
y en la modalidad de Relato corto,
la ganadora ha sido Laura Briz
Moreno de 4º ESO C. Desde aquí les damos a ambas la enhorabuena, al tiempo
que agradecemos a todos la enorme participación que ha habido este año.
Se recolocó por cuarta vez la capa y entró por el gran arco con rapidez. En cuanto pasó a la sala central, Siakta observó las estanterías llenas de papiros, las mesas donde se habían sentado centenares de filósofos y eruditos y los pasillos desgastados por los miles de pies que los habían pisado. Ella sabía que esa biblioteca no era su sitio, pero se obligó a continuar su camino con la cabeza baja, disimulando sus facciones suaves bajo la acogedora sombra de esta.
Llegó a la primera aula sin
ningún percance, moviéndose con suavidad, como tantas veces había hecho junto a
su padre. Ahora ya no volveré a pasear con él, pensó con tristeza. Se apresuró
a continuar, antes de que algún hombre advirtiera a la extraña parada frente a
la puerta. Sacó la mano del abrigo de la capa y abrió la pesada puerta. Cuando
un familiar chasquido llegó a sus oídos, Siakta por fin se relajó. Paseó la
mirada por los papiros egipcios colocados, un tanto desordenadamente, en las
mesas. Había algunos sobre animales fantásticos, otros sobre el culto a los
dioses antiguos y otros sobre labores de agricultura. Ninguno que le sirviese a
Saikta para devolver la vida de su padre. Él mismo le hubiera dicho que no
podía hacer eso, no se podía devolver la vida a algo, por mucho que lo
anhelase. Pero su querido padre no estaba, había muerto por proteger a los
paganos que habían llegado a casa. Era de ascendencia griega, de Ftía, donde no
acoger a los extranjeros era ofender a los dioses. Así que cuando esa familia,
de lo que una vez había sido Libia, llegó pidiendo asilo, su padre los acogió
enseguida. Los cristianos llegaron una semana después y sacaron tanto a los
paganos como a su padre de la casa, atándolos como animales y luego
ejecutándolos cruelmente.
Salió de la sala y siguió el
pasillo hasta el último habitáculo, entró y cerró tras de sí.
Era un sitio que en el pasado
hubiera sido, probablemente, un lugar de discusiones entre filósofos, cuando la
biblioteca de Alejandría era famosa e importante. Había estanterías de madera
podrida por los años y la humedad del mar llenas de papiros, pero lo que llamó
la atención de Siakta fue otra cosa. Había alguien más en la sala. Sentada de
espaldas a la puerta de entrada, estaba una mujer mayor estudiando un papiro
con tranquila concentración.
-¿Querías algo, niña? No creo
que corras el riesgo de que te encuentre el bibliotecario jefe merodeando por
entre los libros paganos si no buscas algo.
Siakta se quedó por un
momento sin palabras. La mujer, mucho menos discreta que ella, pues llevaba un
lujoso peplo azul cielo, sujeto con un bonito cinturón de plata, la miró por
encima del hombro, con un gesto divertido en sus ojos grises.
-Usted está aquí sin ninguna
discreción -señaló Siakta.
Quizá era una princesa o una
mujer muy rica y la dejaban estar en la biblioteca, pero a Siakta le pareció
sospechoso. La mujer iba vestida como si fuera de otra época.
-Sólo venía a por un libro de
agricultura.
-No me mientas tan
descaradamente, Siakta -la regañó serenamente la mujer, mientras se levantaba
de la silla y alisaba su peplo con tranquilidad.
Ahí fue cuando Siakta
descubrió que algo estaba mal, ella no había dicho su nombre.
-¿Quién es usted? -se
arrepintió de no haber huido mientras podía.
-No has mencionado tu nombre,
¿verdad? -suspiró la mujer.
Caminó hacia ella, con el
papiro que antes estudiaba en una mano. Siakta intentó retroceder, chocando con
la puerta. A la mujer pareció darle igual el pánico que se había apoderado de
Siakta. Le tendió el papiro, clavando sus ojos grises en Siakta.
-Puedes llamarme Atenea,
aunque los romanos prefieran llamarme Minerva.
Siakta entendió todo, el
peplo, los ojos grises y la tranquilidad que parecía tener la mujer. Recogió
con cuidado el papiro que le entregó la diosa. Libro de Thot, rezaba el título. Levantó otra vez la mirada, como
pidiendo permiso. Atenea puso la mano encima de las de la chica, temblorosas
ante tal regalo.
-Si usas estos hechizos,
tendrás que pagar un precio muy alto -le advirtió la diosa, antes de esfumarse
como una nube.
Siakta contempló el lugar que
la diosa había ocupado y creyó entender el aviso. A ella no le importaba morir
si eso traía a su padre de vuelta. Se arrodilló en el suelo de arena de la sala
y dejó el libro, abierto, en el suelo. Empezó a leer en voz alta, con manos
temblorosas, pero voz segura. A la mitad, la esquina del papiro empezó a arder.
Siakta sabía lo suficiente de hechizos para saber que no se debía dejar de leer
el hechizo una vez empezado. Así que siguió recitando el encantamiento.
No terminó la última frase antes de percatarse del estado de la sala. Estaba en llamas, la madera había prendido, llevándose consigo los papiros, que coloreaban la sala de color rojizo. Pronto, no solo la sala ardería, sino que la biblioteca entera pagaría por el hechizo fallido de Siakta. Esta inhaló una última vez, llenándose los pulmones de humo. Trató de decir la última frase con su último aliento.
-Que el poderoso Ra te libere
del río de fuego.
El humo inundaba sus pulmones. Sus ojos no veían ya, pero la frase se quedó grabada en su mente. El fuego la había escrito con su sangre. Terminó el hechizo con su último suspiro y cayó hacia delante, quemándose la capa, la túnica y la piel. Ella había liberado del río de fuego a su padre, pero había traído al temible Flegetonte al mundo mortal. Siakta había condenado la biblioteca de Alejandría.
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