FRANCISCA AGUIRRE
PREMIO
NACIONAL DE LAS LETRAS 2018
Dedicamos este Rincón de
la Poesía a Francisca Aguirre, recientemente galardonada con el Premio Nacional
de las Letras 2018, que concede el Ministerio de Cultura y Deporte.
El jurado la ha elegido “por estar su
poesía (la más machadiana de la generación del medio siglo) entre la desolación
y la clarividencia, la lucidez y el dolor".
Esta poeta alicantina ha construido
su universo poético en torno a las palabras y la memoria histórica; el
resultado es esta poesía machadiana por la que transitan temas como la soledad,
la pérdida y la guerra. Tras la Guerra Civil, en 1940, su padre, policía
republicano y pintor, fue encarcelado y ejecutado en 1942. Este hecho marcaría
constantemente su vida y su poesía:
“Cuando mataron
a mi padre, nos quedamos en esa zona
de vacío que va de la vida a la muerte
dentro de esa burbuja última que lanzan los ahogados,
como si todo el aire del mundo se hubiese agotado de
pronto,
ahí nos quedamos, como peces en una pecera sin agua,
como los atónitos visitantes de un planeta vacío.”
(De “El
último mohicano”)
Pertenece a la generación de los 50, junto a Jaime Gil de
Biedma, José Ángel Valente, Francisco Brines o Claudio Rodríguez, pero la
tardía publicación de su primera obra la apartó de las antologías de su
generación. Su primer poemario, publicado
con 41 años, fue Ítaca y con él obtuvo
el premio de poesía Leopoldo Panero. Además,
es autora de Los trescientos escalones,
La otra música, Ensayo General, Pavana del desasosiego,
Nanas para dormir desperdicios
o Historia de una anatomía, con el que ganó el Premio Nacional de Poesía en 2011.
Os proponemos un breve
pero intenso acercamiento a la poesía de esta autora:
TESTIGO DE EXCEPCIÓN
Un mar, un
mar es lo que necesito.
Un mar y no otra cosa, no otra cosa.
Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre.
Un mar, un mar es lo que necesito.
No una montaña, un río, un cielo.
No. Nada, nada,
únicamente un mar.
Tampoco quiero flores, manos,
ni un corazón que me consuele.
No quiero un corazón
a cambio de otro corazón.
No quiero que me hablen de amor
a cambio del amor.
Yo sólo quiero un mar:
yo sólo necesito un mar.
Un agua de distancia,
un agua que no escape,
un agua misericordiosa
en que lavar mi corazón
y dejarlo a su orilla
para que sea empujado por sus olas,
lamido por su lengua de sal
que cicatriza heridas.
Un mar, un mar del que ser cómplice.
Un mar al que contarle todo.
Un mar, creedme, necesito un mar,
un mar donde llorar a mares
y que nadie lo note.
Un mar y no otra cosa, no otra cosa.
Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre.
Un mar, un mar es lo que necesito.
No una montaña, un río, un cielo.
No. Nada, nada,
únicamente un mar.
Tampoco quiero flores, manos,
ni un corazón que me consuele.
No quiero un corazón
a cambio de otro corazón.
No quiero que me hablen de amor
a cambio del amor.
Yo sólo quiero un mar:
yo sólo necesito un mar.
Un agua de distancia,
un agua que no escape,
un agua misericordiosa
en que lavar mi corazón
y dejarlo a su orilla
para que sea empujado por sus olas,
lamido por su lengua de sal
que cicatriza heridas.
Un mar, un mar del que ser cómplice.
Un mar al que contarle todo.
Un mar, creedme, necesito un mar,
un mar donde llorar a mares
y que nadie lo note.
Y
SI DESPUÉS DE TODO, TODO FUERA
Y si después de
todo, todo fuera,
un ir muriendo para al fin morirnos
a qué este loco empeño en
convertirnos
en contables de un tiempo que no
espera.
Y si resulta que lo cierto era
este sermón que viene a repetirnos
que avanza el huracán para
abatirnos
y es inútil y absurda esta carrera.
Entonces, amor mío, ten sosiego,
y aprovecha esta cueva que te
ofrezco
y apura el agua que yo no he
bebido.
el viento nos arrastra, frío y
ciego,
toma mi manta mientras yo
envejezco,
amarte de otro modo no he sabido.
NANA DE LOS LIBROS
VIEJOS
Aquel
tenducho,
porque
verdaderamente aquello era un cuchitril,
una especie
de sotanillo al que se entraba
después de bajar
unos cuantos peldaños,
aquel escondrijo
al que llamábamos la tienda verde,
puesto que
su dueño había pintado la fachada de verde,
aquella
cueva era, sin embargo, la cueva del tesoro.
Allí,
democráticamente apilados, había montones de libros viejos
algunos,
viejísimos, tan viejos,
que se les caían
las hojas como a los árboles.
Otros, más
afortunados, habían sido remendados
como los
calcetines o los zapatos.
Porque un libro,
señores, es una prenda de abrigo.
Y el dueño de
aquella tienda lo sabía.
Por eso nosotras,
cuando entrábamos
con nuestro pobre
capital,
él nos impartía
las oportunas instrucciones
para que nos
moviésemos con precaución en su establecimiento.
Nada de manoseos
con los libros.
Los libros se
desgastan, se estropean,
se les rompen las
hojas o se les caen.
Ya no abrigan, ya
no sirven, muchísimo cuidado con los libros,
sobre todo con
los que están encuadernados.
Un libro
encuadernado es algo serio.
Las pastas son
como las paredes de una casa.
Y dentro de esa
casa podemos encontrar de todo.
Por eso el dueño
de la tienda nos decía:
un libro
encuadernado es un tesoro.
Y los tesoros, ya
se sabe, cuestan caros.
Nosotras
mirábamos con avidez los libros.
Sobre todo los
viejecitos, los que tenían aire de perro apaleado.
Y eran como de la
familia. Y además, tenían la ventaja
de ser muy
baratos.
Claro que, como
decía el dueño, aquellos pobretones
debían abrigar muy
poco, pero nos daba igual.
Ya los
arreglaríamos en casa.
Y así, hacíamos
tres montones,
y el dueño nos
cobraba una peseta
por aquella
montaña de desperdicios
aunque antes de
marcharnos nos decía muy claro:
me los
tenéis que devolver el lunes.
Y no creáis
que no sé yo las hojas que tiene cada uno.
Y el sábado
empezaba la aventura.
Porque lo que el
librero no sabía era que en cada libro había una mina,
y a veces,
cuanto más viejo el libro, mejor era la mina.
Aquellas páginas
marchitas calentaban como una gran hoguera.
Y así, durante
muchos sábados y domingos,
rodeadas de
desperdicios ilustrados,
vivimos el
milagro de abrigarnos con las maravillosas páginas
de Tolstoi en
Resurrección,
o las
Aventuras de Mark Twain,
con las desdichas
de las Pobres Gentes
de
Dowstoyewsky,
con los Viajes de
Hullivert,
pasamos hambre
con Hamsum, y comimos su pan,
viajamos al
espacio y al fondo de los mares con Julio Verne.
Aquellos
desperdicios de papel desencuadernados y rotos
fueron para
nosotras la deslumbrante Biblioteca de Alejandría.
Nadie ha tenido
una universidad más mágica que aquella.
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