“Así empecé a vivir en las
islas. Las había misteriosas, tropicales, volcánicas, árticas, y algunas tenían
nombre, la mayoría ni eso, aunque todas eran igual de peligrosas. También viví
en el mar, en largas travesías plagadas de tormentas, de ballenas, de naufragios,
de pulpos gigantes y admirables submarinos, pero sin desdeñar la tierra firme.
Así conocí mundo, cabalgué por las praderas, dormí en iglús, visité la
Patagonia y el Polo Norte, las islas del Pacífico y la estepa siberiana, y en
todos esos lugares arriesgué la vida, pero siempre volví para contarlo.
La
novela de aventuras […] es el termómetro de la emoción, el territorio de los
miedos razonables, la casa natal de los hombres y las mujeres valientes que se
enfrentan a la naturaleza, a lo desconocido, a lo monstruoso, a brazo partido,
sin más armas que su coraje, su astucia y, acaso, un rifle o un simple machete.
Por eso, ofrecen un aprendizaje tan bueno como cualquier otro de las virtudes y
las flaquezas humanas. No las desdeñen, porque cada una encierra un tesoro
escondido.”
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