Iniciamos
este nuevo curso escolar con una propuesta lectora que nos acerca al mundo de
la escuela. Se trata en este caso de “Una
isla”, un cuento de Carlos Castán, que nos habla de la fascinación que produce aprender
cosas nuevas. Con él queremos invitaros a descubrir toda la magia que encierra
el año que ahora empieza, en el que descubriréis nuevas vivencias,
nuevos amigos, nuevos saberes, que sin duda alguna enriquecerán vuestras vidas
futuras y serán inolvidables. Y os recordamos que en la biblioteca os esperan muchas historias más
con las que acompañar este recorrido vital.
UNA ISLA
Era
una isla. Siempre la recuerdo así a doña Adela, como un pequeño paréntesis de
delicadeza en medio de la tosquedad de un pueblo que braceaba sin demasiadas
fuerzas buscándole la salida a una posguerra interminable. Allí la vida era una
confusión de contiendas superpuestas, los niños levantábamos barricadas de
adobe y erigíamos atalayas en lo alto de las carrascas, perros muertos de
hambre perseguían por las callejas a gatos erizados, las partidas de guiñote en
el casino eran un puro aporrear la mesa con los puños, todo el mundo escupía de
lado y con la manga se secaba el vino de la barbilla, los hombres discutían
sobre lindes y mojones con los ojos inyectados en sangre y la escopeta cargada
de postas, desde el púlpito rugía la amenaza del fuego más voraz, y la carne
colgaba en las bodegas de ganchos oxidados.
En
medio de todo eso estaba ella, con su traje de chaqueta color verde botella, su
falda larga, sus zapatones de monja y esa voz serena que hablaba como debían de
hacerlo los libros olvidados. Probablemente, ni doña Adela era tan exquisita ni
la vida en el lugar tan hostil y sobresaltada como a veces los presenta una
memoria herida ya por el cansancio de las sucesivas derrotas, pero lo cierto es
que si no hubiera sido por ella no me costaría trabajo comparar mi infancia con
el patio oscuro donde se amontonaban las guadañas.
Cuando
por primera vez bajó las escalerillas del coche de línea un día de septiembre,
un haz de miradas la fue espiando en su desorientada marcha hasta la puerta de
la casa seguida de una nube nerviosa de mocosos, los visillos se iban
descorriendo a su paso sin el menor disimulo y los perros se lanzaban ladrando
contra las verjas. Las mujeres que a esa hora regresaban del huerto dejaban en
el suelo los pozales llenos de cebollas y lechugas para poder mirarla mejor,
con los brazos en jarras o poniendo la mano a modo de visera contra el sol de
media tarde.
A
partir de allí comenzó el juego doble de la fascinación y el recelo. La
señorita de ciudad no sabía limpiar borrajas ni desplumar gallinas, ni siquiera
tenía traza para coger una escoba como Dios manda, pero si alguien en el pueblo
quería saber cómo era en realidad un cocodrilo o un volcán no tenía más remedio
que recurrir a sus enciclopedias ilustradas, y lo mismo sucedía con los verdaderos
nombres de las estrellas o las dudas sobre el interés que venían aplicando los
usureros. Su poder era ése. Forró literalmente las paredes del aula con
aquellas láminas de Bastinos donde pudimos contemplar por primera vez los
dólmenes de Carnac o los colosos egipcios, esos dioses de arena con palmeras al
fondo, y en general la existencia del mundo ahí fuera repleto de misterios y
caminos. Doña Adela nos enseñó que al otro lado de aquellas cumbres que se nos
antojaban los límites del universo, partían vías de tren hacia todos los
confines de Europa. Aunque eso en el fondo lo sabíamos desde mucho antes, fue
ella la que nos lo hizo sentir, cambió por verdadero lo que para nosotros no
eran sino mapas de ficción descoloridos, nombres de capitales y ríos lejanos
recitados a coro como tablas de multiplicar o nóminas de reyes o mandamientos
de Dios, la letra absurda de una canción infame que atravesaba la infancia de
cabo a rabo. Y nos enseñó también que en cualquiera de los tinteros abiertos
sobre el pupitre vivían como dormidas todas las palabras del mundo.
Cada
vez que regresaba tras algunas vacaciones perseguíamos en su ropa el olor a
carburante de la ciudad. De alguna manera debía de traerse algo del aire de
aquellas calles repletas de automóviles y luces, la magia de un mundo en el que
era posible sentarse en veladores a la sombra de grandes toldos y ver pasar
todo el tiempo tranvías y muchachas.
Algunas
tardes, al salir de permanencias, venía a coser a la cocina de mi tía
Adoración, que era donde yo estudiaba porque en ningún lugar de mi casa había
una luz como aquélla ni un rincón tan acogedor como el que me reservaban allí
entre el aparente desorden de las telas y los montones de revistas con patrones
y figurines. Muchas jóvenes acudían a diario allí para que mi tía les enseñara
costura y les ayudase en la preparación de sus pliegas, y doña Adela no paraba
de dar ideas sobre posibles motivos para los arabescos de las sábanas, dibujaba
iniciales, opinaba sobre si los camisones tenían o no estilo y explicaba al
detalle cómo eran las prendas que se exhibían en los escaparates zaragozanos de
la calle Alfonso. A media tarde pasaban las más mayores a una salita a tomarse
el café, decían que para evitar que alguna taza se derramase sobre las telas,
pero en realidad era para hablar de sus cosas, todo ese mundo femenino a mitad
de camino entre la saña del lavadero y las revistas de moda que llegaban de
Francia llenas de señoritas con las rodillas doradas. Tenía que coger el gran
reloj despertador que había sobre la mesa y metérmelo debajo de la ropa si
quería ahogar algo de la ruidosa furia con que aquel aparato señalaba la huida
del tiempo y tener la oportunidad de escuchar aunque fueran fragmentos,
palabras sueltas que llegaban de la habitación de al lado. Así supe de la
añoranza que doña Adela sentía por las noches, de lo incómoda que estaba en su
casa de patrona, de ciertas cartas que no llegaban nunca, nombres de varón
pronunciados como pecados, sueños dejados estar. Estas confesiones cazadas
furtivamente tras el tabique supusieron el acercamiento a una mujer de carne y
hueso con lágrimas dentro y sangre y nostalgias como todos, y me dieron cierta
base real para -tal como me gustaba hacer- aventurar el hilo de sus
pensamientos en tantos paseos solitarios como solía dar por las veredas
cercanas. Y fue también en una de esas tardes de azulete y café de puchero
cuando la escuché hablar de la guerra, borrosamente, de paredones y fugas y
vidas mutiladas para siempre.
A decir verdad, desde el principio se comentaba en el pueblo que ella no tenía
una camisa azul para las grandes ocasiones como la maestra de antes y que los
niños ya no aprendían con ella más himnos triunfales, sólo canciones de corro,
el patio de mi casa y todas esas cosas, tonterías para saltar a la cuerda o
poesías sobre las estaciones del año, versos de flores y pájaros. Siguió
esparciendo gotas de decepción la tarde del Vía Crucis, cuando solo muy bajito
y como para sus adentros cantaba aquello de perdona a tu pueblo, como si no
conociera la canción o, peor aún, la cosa no fuera con ella, justo al revés que
la maestra de antes, fundadora precisamente del coro de la iglesia, que lanzaba
sin pudor su voz chillona contra el viento perfumado de incienso.
Dicen
que el motivo de su marcha no fue que pretendiese llevarnos a los alumnos de
excursión a ver el mar con cargo a las arcas municipales, ni aquel poema del
rojo Machado sobre las moscas que nos hizo aprendernos de memoria, ni los celos
de las madres hartas de oír en boca de sus críos el nombre de doña Adela para
arriba y para abajo, ni siquiera los informes que el secretario iba solicitando
a hurtadillas sobre su familia y su afección al Régimen y su conducta en
anteriores destinos. Todo vino, más tarde lo supimos, por culpa de una petición
formal que doña Adela hizo al cura párroco rogándole que los restos mortales
del padre de mi tía Adoración, a la sazón mi abuelo, ametrallado años atrás
contra la tapia del cementerio, fueran exhumados de la vergonzante fosa común y
enterrados en sagrado junto a los de su esposa.
La
nueva maestra enviada por el Ministerio para sustituirla se negó a estrecharle
la mano en el relevo. Pero en su camino de regreso hacia la parada del coche de
línea la acompañamos todos los niños de la escuela, y los mismos perros que le
habían ladrado a su llegada, pugnaban ahora por lamerle las manos. Cuando el
autobús rugió y comenzó a descender ruidosamente hacia la carretera con ella
dentro, fue como cuando esos oleajes terribles provocados por los volcanes del
Pacífico borran como si nada las ínsulas de los mapas. Nos quedamos sin la isla
en el pueblo de la noche a la mañana, sin la mansedumbre de su imagen recitando
versos o recogiendo por los alrededores minerales o flores. Sólo pura agua
interminable y adusta, como el infinito lomo de un monstruo de piel helada y
gris.
Cuando
por primera vez se presentó ante mis ojos toda la majestuosidad de ese
Mediterráneo luminoso que a ella le habían impedido mostrarme, no tuve más
remedio que volver a pensar en doña Adela y en todas las cosas que aquel curso
me enseñó, las coletillas latinas, los viejos libros que acabó por regalarme,
las Lecturas agrícolas, de Dantín Cereceda, el Tratado de Aritmética, de don Juan Cortázar, y, por encima de eso,
el mundo tras los montes, el sentido de la Historia, la sed de libertad; pero,
sobre todo, cómo hay que tratar al miedo cuando aletea cerca si se quiere vivir
con la cabeza alta.
Si
hoy miro en el interior de un tintero, me veo reflejado sobre esa mínima
superficie temblorosa y sé que, bajo mi perpleja imagen estampada en negro,
aguardan como dormidas todas las palabras del mundo. La primera, su nombre. El
nombre de una isla sumergida.
Cuentos
de Carlos Castán, Páginas de espuma
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