Cuando Gregorio
Samsa se despertó aquella mañana, después de un sueño agitado, se encontró sobre
su cama convertido en un insecto monstruoso. Estaba echado sobre el quitinoso
caparazón de su espalda, y al levantar un poco la cabeza, vio la figura convexa
de su vientre oscuro, surcado por curvadas durezas, cuya prominencia apenas si
podía aguantar la colcha, visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo.
Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor
ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación
sin consistencia.
Alguien tenía que
haber calumniado a Josef K. pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo.
La cocinera de la señora Grubach, su casera, que le llevaba todos los días a
eso de las ocho de la mañana el desayuno a su habitación, no había aparecido.
Era la primera vez que ocurría algo semejante. K esperó un rato más. Apoyado en
la almohada, se quedó mirando a la anciana que vivía frente a su casa y que le
observaba con una curiosidad inusitada. Poco después, extrañado y hambriento,
tocó el timbre. Nada más hacerlo, se oyó cómo llamaban a la puerta y un hombre
al que no había visto nunca entró en su habitación.
Cuando K llegó era
noche cerrada. El pueblo estaba cubierto por una espesa capa de nieve. Del
castillo no se podía ver nada, la niebla y la oscuridad lo rodeaban, ni
siquiera el más débil rayo de luz delataba su presencia. K permaneció largo
tiempo en el puente de madera que conducía desde la carretera principal al
pueblo elevando su mirada hacia un vacío aparente.
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