Carmen Martín Gaite, Caperucita en Manhattan
Hoy ha caído en desuso el adjetivo de “novelera”
con el que era costumbre calificar, siendo yo niña, a cierto tipo de mujeres.
Tardé en captar el sentido que las personas mayores daban a este vocablo. No se
lo solían aplicar, con gran sorpresa mía, a aquellas mujeres que mostrasen una
particular afición a la literatura […] sino -como pude ir, sacando en
consecuencia luego- a las que no se reconocían demasiado satisfechas en el seno
de los argumentos rutinarios que formaban la trama de su vivir y, para paliar
aquel descontento, o bien hablaban de lo mucho que les gustaría conocer gente
nueva, viajar, asistir, a fiestas maravillosas, casarse con un duque o ser
artistas de cine, o bien desorbitaban la realidad al calor de sus sueños y
narraban como una aventura excepcional los sucedidos más anodinos. […]
Años más tarde, cuando me fui topando,
en estratos progresivos de mi asalto al castillo de la letra impresa, con esa
serie de mujeres recluidas entre cuatro paredes que nos presenta la literatura
y que, desde la marisabidilla, que oculta un libro en la faltriquera, hasta madame
Bovary, aspiran a contarse su vida de otra manera y purgan con la desgracia, la
hoguera fugaz que las novelas encendieron en su fantasía, vine a deducir, no
solo que la mujer novelera había existido siempre, sino que era la misma
literatura, la que, al rescatarla de la vida, podía haber definido su imagen
como ejemplo propuesto para ser rechazado. […]
De unos oídos en otros había cundido
ya, hasta hacerse pública, su mala fama, de criaturas, ansiosas de narración,
nutridas de literatura y llamadas a convertirse ellas mismas en peligros,
modelo literario para las mujeres del futuro, incluidas las que ya habían
sustituido las novelas por el cine. […]
Pero Ana Ozores o Emma Bovary […]
llevaban muchos años de haber rebasado las fronteras de su texto, y la prueba
de que nunca fueron tan ficticias como parece estaba en que una vez más, allí a
mi alrededor y poco a poco también dentro de mí misma, se reencarnaban en
nuevas mujeres insatisfechas, asaltadas por la misma tentación en que ellas
habían caído de contarse su vida como una novela, único recurso al que podían
agarrarse para hacerle frente y aguantarla.
De El cuento de nunca acabar, de Carmen Martín Gaite