Retrato del joven Benito Pérez Galdós, de N. Massieu y Falcón (BNE) |
Con
motivo del centenario de su muerte, nos sumamos al homenaje a Benito Pérez Galdós, uno de los más
grandes novelistas de la historia literaria española, “el océano de las letras”,
como lo calificó Ramón Pérez de Ayala. Y lo hacemos con la lectura de una
selección de textos que iremos publicando regularmente para acercarnos a las
diversas etapas de su obra.
Comenzamos
con uno de sus cuentos breves, “La
novela en el tranvía”, un divertimento literario que Galdós publica en La Ilustración de Madrid en 1871, es
decir, en los inicios de su carrera como escritor. Se trata de una sátira de
los folletines, en la que, a lo largo de un viaje en
tranvía, un personaje narrador, obsesionado por la tragedia de una condesa, va
forjando de manera descabellada una historia fantástica de supuestas relaciones
ilícitas, celos y venganza, tomando como fuente de inspiración los encuentros
que el viaje le depara. Una divertida
historia que, además, plantea a modo de esbozo la propia creación de una
novela.
La novela en el tranvía
- I -
El
coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo
Madrid en dirección al de Poza. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento
antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la
barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie en la plataforma y
subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por
el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D. Dionisio
Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en
aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta
apretón de manos.
Nuestro
inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se
exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la
extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba
subir, y que sufrió, sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón.
Nos
sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. El
señor don Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no por la
profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás
se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes
por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede
asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a
los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la
confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente
cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a
la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta.
Nadie
sabe como él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio público, ni
ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si bien este vicio
de exagerada inquisitividad se compensa en él por la prontitud con que dice
cuanto sabe, sin que los demás se tomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese
por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar de la ligereza humana será
solicitada por los curiosos y por los lenguaraces.
Este
hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el que sentado iban junto a
mí cuando el coche, resbalando suavemente por su calzada de hierro, bajaba la
calle de Serrano, deteniéndose alguna vez para llenar los pocos asientos que
quedaban ya vacíos. Íbamos tan estrechos que me molestaba grandemente el
paquete de libros que conmigo llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya
sobre la otra, ya por fin me resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a
la señora inglesa, a quien cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano.
-¿Y
usted a dónde va? -me preguntó Cascajares, mirándome por encima de sus
espejuelos azules, lo que hacía el efecto de ser examinado por cuatro ojos.
Contestéle
evasivamente, y él, deseando sin duda no perder aquel rato sin hacer alguna
útil investigación, insistió en sus preguntas diciendo:
-Y
Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanita, ¿dónde está? con otras indagatorias del mismo
jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida.
Por
último, viendo cuán inútiles eran sus tentativas para pegar la hebra, echó por
camino más adecuado a su expansivo temperamento y empezó a desembuchar.
-¡Pobre
condesa! -dijo expresando con un movimiento de cabeza y un visaje, su
desinteresada compasión-. Si hubiera seguido mis consejos no se vería en
situación tan crítica.
-¡Ah!
es claro, -contesté maquinalmente, ofreciendo también el tributo de mi
compasión a la señora condesa.
-¡Figúrese
usted -prosiguió-, que se han dejado dominar por aquel hombre! Y aquel hombre
llegará a ser el dueño de la casa. ¡Pobrecilla! Cree que con llorar y
lamentarse se remedia todo, y no. Urge tomar una determinación. Porque ese
hombre es un infame, le creo capaz de los mayores crímenes.
-Es
como todos los hombres de malos instintos y de baja condición que si se elevan
un poco, luego no hay quien los sufra. Bien claro indica su rostro que de allí
no puede salir cosa buena.
-Le
explicaré a usted en breves palabras. La Condesa es una mujer excelente,
angelical, tan discreta como hermosa, y digna por todos conceptos de mejor
suerte. Pero está casada con un hombre que no comprende el tesoro que posee, y
pasa la vida entregado al juego y a toda clase de entretenimientos ilícitos.
Ella entretanto se aburre y llora. ¿Es extraño que trate de sofocar su pena
divirtiéndose honestamente aquí y allí, donde quiera que suena un piano? Es
más, yo mismo se lo aconsejo y le digo: «Señora, procure usted distraerse, que
la vida se acaba. Al fin el señor Conde se ha de arrepentir de sus locuras y se
acabarán las penas». Me parece que estoy en lo cierto.
-¡Ah!
sin duda -contesté con oficiosidad, continuando en mis adentros tan indiferente
como al principio a las desventuras de la Condesa.
-Pero
no es eso lo peor -añadió Cascajares, golpeando el suelo con su bastón-, sino
que ahora el señor Conde ha dado en la flor de estar celoso... sí, de cierto
joven que se ha tomado a pechos la empresa de distraer a la Condesa.
-Todo
eso sería insignificante, porque la Condesa es la misma virtud; todo eso sería
insignificante, digo, si no existiera un hombre abominable que sospecho ha de
causar un desastre en aquella casa.
-Un
antiguo mayordomo muy querido del Conde, y que se ha propuesto martirizar a la
infeliz cuanto sensible señora. Parece que se ha apoderado de cierto secreto
que la compromete, y con esta arma pretende... qué sé yo... ¡Es una infamia!
-Sí
que lo es, y ello merece un ejemplar castigo -dije yo, descargando también el
peso de mis iras sobre aquel hombre.
-Pero
ella es inocente; ella es un ángel... Pero, ¡calle! estamos en la Cibeles. Sí:
ya veo a la derecha el parque de Buenavista. Mande usted parar, mozo; que no
soy de los que hacen la gracia de saltar cuando el coche está en marcha, para
descalabrarse contra los adoquines. Adiós, mi amigo, adiós.
Paró
el coche y bajó D. Dionisio Cascajares y de la Vallina, después de darme otro
apretón de manos y de causar segundo desperfecto en el sombrero de la dama
inglesa, aún no repuesta del primitivo susto.
Continúa
leyendo aquí el resto del cuento.
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