Puedes leer aquí Doña Perfecta. |
Capítulo XXXI
Ved con cuánta
tranquilidad se consagra a la escritura la señora doña Perfecta. Penetrad en su
cuarto, a pesar de lo avanzado de la hora, y la sorprenderéis en grave tarea,
compartido su espíritu entre la meditación y unas largas y concienzudas cartas
que traza a ratos con segura pluma y correctos perfiles. Dale de lleno en el
rostro y busto y manos la luz del quinqué, cuya pantalla deja en dulce penumbra
el resto de la persona y la pieza casi toda. Parece una figura luminosa evocada
por la imaginación en medio de las vagas sombras del miedo.
Es
extraño que hasta ahora no hayamos hecho una afirmación muy importante, y es
que Doña Perfecta era hermosa, mejor dicho, era todavía hermosa, conservando en
su semblante rasgos de acabada belleza. La vida del campo, la falta absoluta de
presunción, el no vestirse, el no acicalarse, el odio a las modas, el
desprecio de las vanidades cortesanas eran causa de que su nativa hermosura no
brillase o brillase muy poco. También la desmejoraba mucho la intensa amarillez
de su rostro, indicando una fuerte constitución biliosa.
Negros
y rasgados los ojos, fina y delicada la nariz, ancha y despejada la frente,
todo observador la consideraba como acabado tipo de la humana figura: pero
había en aquellas facciones cierta expresión de dureza y soberbia que era causa
de antipatía. Así como otras personas, aun siendo feas, llaman, doña Perfecta
despedía. Su mirar, aun acompañado de bondadosas palabras, ponía entre ella y
las personas extrañas la infranqueable distancia de un respeto receloso; mas
para las de casa, es decir, para sus deudos, parciales y allegados, tenía una
singular atracción. Era maestra en dominar, y nadie la igualó en el arte de
hablar el lenguaje que mejor cuadraba a cada oreja.
Su
hechura biliosa, y el comercio excesivo con personas y cosas devotas, que
exaltaban sin fruto ni objeto su imaginación, la habían envejecido
prematuramente, y, siendo joven, no lo parecía. Podría decirse de ella que con
sus hábitos y su sistema de vida se había labrado una corteza, un forro pétreo,
insensible, encerrándose dentro como el caracol en su casa portátil. Doña
Perfecta salía pocas veces de su concha.
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