Misericordia
(1897) es una novela espiritualista de B. P. Galdós, en la que aborda temas espirituales y morales, al tiempo que retrata las clases más humildes de
Madrid. La protagonista es Benina, una bondadosa mujer que, ante la miseria de
la familia a la que sirve, se ve obligada a mendigar para ayudar a su señora.
Cuando la suerte cambia para esa familia, Benina ya no tiene sitio en la casa.
Así critica el autor un mundo basado en las apariencias, en el que solo Benina, a pesar de las dificultades, es
capaz de mantener en todo momento su dignidad:
-«Hola,
Nina. ¿tú por aquí? ¿Has parecido ya? Creímos que te habías ido al Congo... No
pases, no entres; quédate ahí, que nos vas a poner perdidos los suelos, lavados
de esta tarde... ¡Bonita vienes!... Quita allá esas patas, mujer, que manchas
los baldosines...
-¿En dónde está la señora? -dijo Nina,
volviendo a mirar los diamantes y esmeraldas, y dudando ya que fueran
efectivos.
En aquel momento apareció por otro lado
la señorita Obdulia, chillando: «Nina, bien venida seas; pero antes de que
entres en casa, hay que fumigarte y ponerte en la colada... No, no te arrimes a
mí. ¡Tantos días entre pobres inmundos!... ¿Ves qué bonito está todo?».
«Mujer,
entra, entra -murmuró desde el fondo del comedor, con voz ahogada por los
sollozos la señora Doña Francisca Juárez.
Manteniéndose en la puerta, le contestó
Benina con voz entera: «Aquí estoy, señora, y como dicen que mancho los
baldosines, no quiero pasar; digo que no paso... Me han sucedido cosas que no
le quiero contar por no afligirla... Lleváronme presa, he pasado hambres... he
padecido vergüenzas, malos tratos... Yo no hacía más que pensar en la señora, y
en si tendría también hambre, y si estaría desamparada.
-No, no, Nina: desde que te fuiste,
¡mira qué casualidad! entró la suerte en mi casa... Parece un milagro, ¿verdad?
¿Te acuerdas de lo que hablábamos, aburriditas en esta soledad, ¡ay! en aquellas
noches de miseria y sufrimientos? Pues el milagro es una verdad, hija…».
«Yo de buena gana te recibiría otra vez
aquí -afirmó Doña Francisca, a cuyo lado, en la sombra, se puso Juliana,
sugiriéndole por lo bajo lo que había de decir-; pero no cabemos en casa, y
estamos aquí muy incómodas... Ya sabes que te quiero, que tu compañía me agrada
más que ninguna... pero... ya ves... Mañana estaremos de mudanza, y se te hará
un hueco en la nueva casa... ¿Qué dices? ¿Tienes algo que decirme? Hija, no te
quejarás: ten presente que te fuiste de mala manera, dejándome sin una miga de
pan en casa, sola, abandonada... ¡Vaya con la Nina! Francamente, tu conducta
merece que yo sea un poquito severa contigo... Y para que todo hable en contra
tuya, olvidaste los sanos principios que siempre te enseñé, largándote por esos
mundos en compañía de un morazo... Sabe Dios qué casta de pájaro será ese, y
con qué sortilegios habrá conseguido hacerte olvidar las buenas costumbres.
Dime, confiésamelo todo: ¿le has dejado ya?
-A casa le traía, porque está enfermo, y
no le voy a dejar en medio de la calle -replicó Benina con firme acento.
-Nada tiene que ver el decoro con esto,
ni yo falto porque vaya con Almudena, que es un pobrecito. Él me quiere a mí...
y yo le miro como un hijo».
La ingenuidad con que expresaba Nina su
pensamiento no llegó a penetrar en el alma de Doña Paca, que sin moverse de su
asiento, y con los cuchillos en la falda, prosiguió diciéndole:
«No
hay otra como tú para componer las cosas, y retocar tus faltas hasta conseguir
que parezcan perfecciones; pero yo te quiero, Nina; reconozco tus buenas
cualidades, y no te abandonaré nunca.
-No te faltará qué comer, ni cama en qué
dormir. Me has servido, me has acompañado, me has sostenido en mi adversidad.
Eres buena, buenísima; pero no abuses, hija; no me digas que venías a casa con
el moro de los dátiles, porque creeré que te has vuelto loca.
-A casa le traía, sí, señora, como traje
a Frasquito Ponte, por caridad... Si hubo misericordia con el otro, ¿por qué no
ha de haberla con este? ¿O es que la caridad es una para el caballero de
levita, y otra para el pobre desnudo? Yo no lo entiendo así, yo no distingo...
Por eso le traía; y si a él no le admite, será lo mismo que si a mí no me
admitiera».
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