POEMA SIN NOMBRE
Iba yo en el bus,
por las sinuosas calles de un barrio fatigado.
Eso que una vez lo cubrió todo
conjuro de verdor animal
ahora mal de ojo, o de hoja
seca o verde, qué más da,
azul.
Río, bosque y mar, teñidos más bien
de gris amargor.
Me da sueño y asco
me da asco y sueño.
Duermo en tu pecho
escuchando,
el latido de la tierra,
cansado,
y envejecido.
Pero de dorada esperanza
amasada en nuestras manos.
Sueño en tus campos,
en los viejos olmos de tu orilla,
sueño contigo y en ti.
Un pequeño bache me sobresalta y
nosotros a él.
Por una carretera comarcal rodeada
de rojo, morado y blanco marfil
atraviesa en estos momentos un elefante acerado.
Ruidos en el corazón de la bestia
obligan a los pasajeros a salir a
intoxicarse de aire.
Me embriaga con su dulce suavidad,
me acaricia con su cálida voz,
el mundo dejó su timidez para llamarnos una vez más.
Y corro, y recorro,
y escapo, y destapo la verdad.
Pertenezco a este lugar; por favor,
amigos, no vengan a buscarme,
pues volví al hogar, increíble lugar
que me abraza con su perfección.
Campo de polvo de hadas,
tu hijo volvió a casa.
LA TELARAÑA
La polilla se quedó pegada a la telaraña. Por mucho que quisiera escapar, la viscosidad era tal que sus alas se desgarraban al intentar desprenderse. Tenía una mancha negra en una de sus alas. El pequeño insecto se veía impotente. Sumado al silencio del desván, parecía sentirse diminuta en la oscuridad. La viva imagen de la soledad. En realidad, no estaba sola. A su lado, una mosca en descomposición. Se planteaba por qué había llegado allí, por qué el destino la había condenado a una muerte irremediable. Desde que entró por un pequeño hueco bajo la puerta de madera, había revoloteado hasta caer en la trampa. No se había dado cuenta de que no podía volar a través de ella. Ahí acabó: ciega, sola, triste, acabada. Le había ocurrido por descuidada. Ya no había vuelta atrás. Aguardaba solemnemente la llegada de la araña. Sin embargo, siempre hay que confiar en los ángeles de la guarda.
Yo también había sufrido una constricción. Pero no la de un arácnido. Quizá mi problema había sido diferente. Puede que yo sufriera lo contrario a la soledad. Puede que yo sí tuviera alternativa. Pero me sentía igual que ella: impotente, condenado, apesadumbrado. Por eso pensé que la polilla merecía una segunda oportunidad. Intenté despegar sus extremidades con una sutileza similar a la de un cirujano, tratando de dañarla lo menos posible. Se soltó. Le costó volver a batir sus alas. Cuando lo consiguió, abrí la ventana y voló libre.
Me vi reflejado en aquella polilla. Pero yo buscaba la soledad. Mi vida era como el menú de inicio de mi teléfono móvil (metáfora apropiada, nunca me abandonaba, así que conseguí mimetizarme con él), pues no paraban de llegar tareas nuevas. Tampoco me desprendía de las aplicaciones del dispositivo: mensajes que bombardeaban la tarjeta de memoria, llamadas que enturbiaban mis horas de descanso. Mi cabeza estaba sobrecargada. Delante de una pantalla de ordenador para gestionarlo todo. Calles llenas, coches, contaminación, tráfico, más coches. Te levantas, te vistes, te ves en medio de un atasco en plena hora punta. Trabajas, vas a comprar, esperas colas. Vuelves a casa, intentas descansar pero vuelve el ajetreo. Te llaman: que si puedes volver que es urgente. Frente al ordenador de nuevo. Regresas. Y vuelta a empezar. Un bucle mortal, la rutina de la urbe. Pero qué se le va a hacer, no te queda otra opción que trabajar para sobrevivir y mantener a tu familia. Y comprar algún capricho. Dicen que la felicidad está en las pequeñas cosas, ¿no? Pues yo creo que no era feliz. Intentaba convencerme de que eso no era una vida decente. ¿Qué alternativa tenía? Que me despidieran y perdiera mi casa. No lo sé. Una adicción, me hacía daño pero me aferraba a ella como un buzo a su botella de oxígeno. Me había acostumbrado a llevar una sanguijuela en mi brazo: algo normal para mí, pero me estaba dejando sin sangre. Una muerte silenciosa.
Entre tantas fábricas y tanto humo se me oscurecía el alma. Era el hollín. O el ajetreo. Nunca lo supe. Necesitaba un cambio. No podía soportar el estrés. ¿Qué hubiera hecho mi abuelo? Claro, él nunca tuvo que estar atado a mil pantallas. Los surcos y las viñas eran su Twitter. Lo recuerdo con su mono de trabajo. Su única preocupación era que el invierno no fuera muy duro para que sus cultivos no perecieran. Ni siquiera eso estaba en su mano. ¿Qué pensaría él de mi vida?
Mi difunto abuelo despegó mis alas de la ciudad. Estaba sumido en mi trabajo, aguardaba la jubilación para dejarlo todo. Simplemente me dejaba llevar por la amargura. Éramos muchos habitantes. Yo, una hormiguita que trabajaba sin parar. E igual que yo, miles de hormigas más. La tristeza se había apoderado de mí.
Muchos de mis sueños se teñían del color de las ilusiones perdidas, una oscuridad penetrante que servía como antesala de lo que estaba por acaecer. Era como si alguien quisiera decirme que no perdiera el tiempo. ¿Mi ángel de la guarda? No creo, eso no pasa en la vida real. Lo que estaba claro era que mi tiempo se esfumaba, y no era tiempo disfrutado. Todo lo que dejamos atrás es irrecuperable. Mi abuelo, aficionado a la poesía, me leía las coplas de Manrique. Por extraño que fuera, mi mente tomó una decisión, pues mi río estaba cada vez más cerca del mar sin que yo lo remediase. La vida de joven de aquel hombre trabajador me salvó.
Cuando mi abuelo me abrió la ventana, volé libre. Y decidí marcharme. Abandoné mi trabajo. Dejé el bloque de pisos donde vivía. Me despedí de mi madre. Me esperaba un rebaño de ovejas y una piara de cerditos. No sabía qué iba a ser de mí, pero ya estaba cansado. Los sucesivos enfados se habían terminado, se acabó la presión y el ajetreo. Vendí el ordenador y la televisión. El teléfono móvil lo conservé. Desde entonces no lo he vuelto a utilizar, pero nunca se sabe.
Con la azada en mi mano, la vida resultaba diferente. Los primeros días acababa muy cansado, pero poco a poco me fui dando cuenta de que nadie me obligaba a trabajar. Se respiraba tranquilidad (bueno, y aire más fresco). Por lo menos, ya no sentía el estrés de la ciudad.
Igual estoy un poco desconectado de todo, pero qué más da.
No hay aglomeraciones. Estoy tranquilo. Lo mejor de todo es que no vivo rodeado de vecinos que curiosean mi privacidad. Nadie pone la oreja en la pared como si de un estetoscopio se tratase. Otra ventaja enorme es que ya no me alimento de pesticidas. Como lo que cultivo, que además es más saludable. Me ha venido bien la soledad, sin duda. Visto en perspectiva, nunca he estado mejor. Disfruto del silencio y de la soledad. Nada me molesta.
No ha quedado rastro de mi hastío vital.
El desván de la casa escondía muchos secretos. Una gramola y unos discos de vinilo estaban tapados por una sábana oscura. Una bombona de butano servía de soporte para varias enciclopedias y unos libros de poesía cubiertos de polvo, una capa densa que denotaba antigüedad. En una esquina, la telaraña brillaba. No había sido capaz de quitarla, no quería destruir la obra artística. Nunca había visto a la araña. Decidí acercarme. Una polilla con una mancha negra en una de las alas estaba atrapada. Había regresado. La había rescatado tiempo atrás, pero sus razones tendría para volver. ¿La experiencia no le había enseñado el peligro? Igual no había querido regresar, pero era incapaz de evitarlo. La ciudad me había atrapado a mí, ¿estaría destinado a volver? ¿Sería incapaz de mantenerme en el pueblo? ¿Acaso necesitaba la urbe? ¿Volvería irremediablemente al lugar donde sentí que era esclavo de una rutina? Me fui del desván. Tomé mi móvil y lo enterré debajo de una viña. La tranquilidad no debía ser perturbada por pensamientos oscuros. No quería volver a la misma rutina, misma ciudad, misma contaminación, mismos atascos. No. La ciudad ejerce una fuerza de atracción gravitatoria sobre los cuerpos inertes que la habitan. Pero mi abuelo me había comunicado la energía necesaria para vencerla, como un cohete en busca de un mundo nuevo.
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