12 de septiembre de 2024

Bienvenidos a un nuevo curso escolar...

“…en cualquiera de los tinteros abiertos sobre el pupitre
vivían como dormidas todas las palabras del mundo.”
Carlos Castán

Iniciamos este nuevo curso escolar con una propuesta lectora que nos acerca al mundo de la escuela.  Se trata en este caso de “Una isla”, un cuento de Carlos Castán, que nos habla de la fascinación que produce aprender cosas nuevas. Con él queremos invitaros a descubrir toda la magia que encierra el año que ahora empieza, en el que descubriréis nuevas vivencias, nuevos amigos, nuevos saberes, que sin duda alguna enriquecerán vuestras vidas futuras y serán inolvidables. Y os recordamos que en la biblioteca os esperan muchas historias más con las que acompañar este recorrido vital.


UNA ISLA 

Era una isla. Siempre la recuerdo así a doña Adela, como un pequeño paréntesis de delicadeza en medio de la tosquedad de un pueblo que braceaba sin demasiadas fuerzas buscándole la salida a una posguerra interminable. Allí la vida era una confusión de contiendas superpuestas, los niños levantábamos barricadas de adobe y erigíamos atalayas en lo alto de las carrascas, perros muertos de hambre perseguían por las callejas a gatos erizados, las partidas de guiñote en el casino eran un puro aporrear la mesa con los puños, todo el mundo escupía de lado y con la manga se secaba el vino de la barbilla, los hombres discutían sobre lindes y mojones con los ojos inyectados en sangre y la escopeta cargada de postas, desde el púlpito rugía la amenaza del fuego más voraz, y la carne colgaba en las bodegas de ganchos oxidados.

En medio de todo eso estaba ella, con su traje de chaqueta color verde botella, su falda larga, sus zapatones de monja y esa voz serena que hablaba como debían de hacerlo los libros olvidados. Probablemente, ni doña Adela era tan exquisita ni la vida en el lugar tan hostil y sobresaltada como a veces los presenta una memoria herida ya por el cansancio de las sucesivas derrotas, pero lo cierto es que si no hubiera sido por ella no me costaría trabajo comparar mi infancia con el patio oscuro donde se amontonaban las guadañas.

Cuando por primera vez bajó las escalerillas del coche de línea un día de septiembre, un haz de miradas la fue espiando en su desorientada marcha hasta la puerta de la casa seguida de una nube nerviosa de mocosos, los visillos se iban descorriendo a su paso sin el menor disimulo y los perros se lanzaban ladrando contra las verjas. Las mujeres que a esa hora regresaban del huerto dejaban en el suelo los pozales llenos de cebollas y lechugas para poder mirarla mejor, con los brazos en jarras o poniendo la mano a modo de visera contra el sol de media tarde.

A partir de allí comenzó el juego doble de la fascinación y el recelo. La señorita de ciudad no sabía limpiar borrajas ni desplumar gallinas, ni siquiera tenía traza para coger una escoba como Dios manda, pero si alguien en el pueblo quería saber cómo era en realidad un cocodrilo o un volcán no tenía más remedio que recurrir a sus enciclopedias ilustradas, y lo mismo sucedía con los verdaderos nombres de las estrellas o las dudas sobre el interés que venían aplicando los usureros. Su poder era ése. Forró literalmente las paredes del aula con aquellas láminas de Bastinos donde pudimos contemplar por primera vez los dólmenes de Carnac o los colosos egipcios, esos dioses de arena con palmeras al fondo, y en general la existencia del mundo ahí fuera repleto de misterios y caminos. Doña Adela nos enseñó que al otro lado de aquellas cumbres que se nos antojaban los límites del universo, partían vías de tren hacia todos los confines de Europa. Aunque eso en el fondo lo sabíamos desde mucho antes, fue ella la que nos lo hizo sentir, cambió por verdadero lo que para nosotros no eran sino mapas de ficción descoloridos, nombres de capitales y ríos lejanos recitados a coro como tablas de multiplicar o nóminas de reyes o mandamientos de Dios, la letra absurda de una canción infame que atravesaba la infancia de cabo a rabo. Y nos enseñó también que en cualquiera de los tinteros abiertos sobre el pupitre vivían como dormidas todas las palabras del mundo.

Cada vez que regresaba tras algunas vacaciones perseguíamos en su ropa el olor a carburante de la ciudad. De alguna manera debía de traerse algo del aire de aquellas calles repletas de automóviles y luces, la magia de un mundo en el que era posible sentarse en veladores a la sombra de grandes toldos y ver pasar todo el tiempo tranvías y muchachas.

Algunas tardes, al salir de permanencias, venía a coser a la cocina de mi tía Adoración, que era donde yo estudiaba porque en ningún lugar de mi casa había una luz como aquélla ni un rincón tan acogedor como el que me reservaban allí entre el aparente desorden de las telas y los montones de revistas con patrones y figurines. Muchas jóvenes acudían a diario allí para que mi tía les enseñara costura y les ayudase en la preparación de sus pliegas, y doña Adela no paraba de dar ideas sobre posibles motivos para los arabescos de las sábanas, dibujaba iniciales, opinaba sobre si los camisones tenían o no estilo y explicaba al detalle cómo eran las prendas que se exhibían en los escaparates zaragozanos de la calle Alfonso. A media tarde pasaban las más mayores a una salita a tomarse el café, decían que para evitar que alguna taza se derramase sobre las telas, pero en realidad era para hablar de sus cosas, todo ese mundo femenino a mitad de camino entre la saña del lavadero y las revistas de moda que llegaban de Francia llenas de señoritas con las rodillas doradas. Tenía que coger el gran reloj despertador que había sobre la mesa y metérmelo debajo de la ropa si quería ahogar algo de la ruidosa furia con que aquel aparato señalaba la huida del tiempo y tener la oportunidad de escuchar aunque fueran fragmentos, palabras sueltas que llegaban de la habitación de al lado. Así supe de la añoranza que doña Adela sentía por las noches, de lo incómoda que estaba en su casa de patrona, de ciertas cartas que no llegaban nunca, nombres de varón pronunciados como pecados, sueños dejados estar. Estas confesiones cazadas furtivamente tras el tabique supusieron el acercamiento a una mujer de carne y hueso con lágrimas dentro y sangre y nostalgias como todos, y me dieron cierta base real para -tal como me gustaba hacer- aventurar el hilo de sus pensamientos en tantos paseos solitarios como solía dar por las veredas cercanas. Y fue también en una de esas tardes de azulete y café de puchero cuando la escuché hablar de la guerra, borrosamente, de paredones y fugas y vidas mutiladas para siempre.
A decir verdad, desde el principio se comentaba en el pueblo que ella no tenía una camisa azul para las grandes ocasiones como la maestra de antes y que los niños ya no aprendían con ella más himnos triunfales, sólo canciones de corro, el patio de mi casa y todas esas cosas, tonterías para saltar a la cuerda o poesías sobre las estaciones del año, versos de flores y pájaros. Siguió esparciendo gotas de decepción la tarde del Vía Crucis, cuando solo muy bajito y como para sus adentros cantaba aquello de perdona a tu pueblo, como si no conociera la canción o, peor aún, la cosa no fuera con ella, justo al revés que la maestra de antes, fundadora precisamente del coro de la iglesia, que lanzaba sin pudor su voz chillona contra el viento perfumado de incienso.

Dicen que el motivo de su marcha no fue que pretendiese llevarnos a los alumnos de excursión a ver el mar con cargo a las arcas municipales, ni aquel poema del rojo Machado sobre las moscas que nos hizo aprendernos de memoria, ni los celos de las madres hartas de oír en boca de sus críos el nombre de doña Adela para arriba y para abajo, ni siquiera los informes que el secretario iba solicitando a hurtadillas  sobre su familia y su afección al Régimen y su conducta en anteriores destinos. Todo vino, más tarde lo supimos, por culpa de una petición formal que doña Adela hizo al cura párroco rogándole que los restos mortales del padre de mi tía Adoración, a la sazón mi abuelo, ametrallado años atrás contra la tapia del cementerio, fueran exhumados de la vergonzante fosa común y enterrados en sagrado junto a los de su esposa.

La nueva maestra enviada por el Ministerio para sustituirla se negó a estrecharle la mano en el relevo. Pero en su camino de regreso hacia la parada del coche de línea la acompañamos todos los niños de la escuela, y los mismos perros que le habían ladrado a su llegada, pugnaban ahora por lamerle las manos. Cuando el autobús rugió y comenzó a descender ruidosamente hacia la carretera con ella dentro, fue como cuando esos oleajes terribles provocados por los volcanes del Pacífico borran como si nada las ínsulas de los mapas. Nos quedamos sin la isla en el pueblo de la noche a la mañana, sin la mansedumbre de su imagen recitando versos o recogiendo por los alrededores minerales o flores. Sólo pura agua interminable y adusta, como el infinito lomo de un monstruo de piel helada y gris.

Cuando por primera vez se presentó ante mis ojos toda la majestuosidad de ese Mediterráneo luminoso que a ella le habían impedido mostrarme, no tuve más remedio que volver a pensar en doña Adela y en todas las cosas que aquel curso me enseñó, las coletillas latinas, los viejos libros que acabó por regalarme, las Lecturas agrícolas, de Dantín Cereceda, el Tratado de Aritmética, de don Juan Cortázar, y, por encima de eso, el mundo tras los montes, el sentido de la Historia, la sed de libertad; pero, sobre todo, cómo hay que tratar al miedo cuando aletea cerca si se quiere vivir con la cabeza alta.

Si hoy miro en el interior de un tintero, me veo reflejado sobre esa mínima superficie temblorosa y sé que, bajo mi perpleja imagen estampada en negro, aguardan como dormidas todas las palabras del mundo. La primera, su nombre. El nombre de una isla sumergida.

Cuentos de Carlos Castán, Páginas de espuma 

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