Con la muerte de Javier Marías, la literatura española ha perdido a uno de los
escritores más importantes de los últimos 50 años. Con una amplia trayectoria: novelista,
columnista, editor y traductor, profesor entre otras en la Universidad de
Oxford y en la Complutense de Madrid o miembro de la Real Academia Española, nos
deja una extensa obra, traducida a 46 lenguas. Para acercaros a su legado, hemos
escogido el cuento “La canción de Lord Rendall” recogido en su obra Mientras
ellas duermen, del que os ofrecemos algunos sugerentes extractos:
Quería darle la sorpresa
a Janet, así que no le comuniqué el día de mi regreso. Cuatro años, pensé, son
tanto tiempo que no importarán unos días más de incertidumbre. Saber un lunes,
por medio de una carta, que llego el miércoles le será menos emocionante que
saberlo el mismo miércoles al abrir la puerta y encontrarse conmigo en el
umbral. La guerra, la prisión, todo aquello había quedado atrás. Tan
rápidamente atrás que ya empezaba a olvidarlo. Estaba más que dispuesto a
olvidarlo en seguida, a lograr que mi vida con Janet y el niño no se viera
afectada por mis padecimientos, a reanudarla como si nunca me hubiera ido y
jamás hubieran existido el frente, las órdenes, los combates, los piojos, las
mutilaciones, el hambre, la muerte. El miedo y los tormentos del campo de
concentración alemán. […]
No sabía si estaban en
casa. Me llegué hasta la puerta de atrás y contuve el aliento, ávido de
sonidos. Fue el llanto del niño lo primero que oí, y me extrañó. Era el llanto
de un niño pequeño, tan pequeño como era Martin cuando yo me fui para el
frente. ¿Cómo era posible? Me pregunté si me habría equivocado de casa, también
si Janet y el niño se podrían haber mudado sin que yo lo supiera y ahora vivía
allí otra familia. El llanto del niño se oía lejano, como si viniera de nuestro
dormitorio. Me atreví a mirar. […]
Janet debía de estar en
el dormitorio, calmando a aquel niño, quienquiera que fuese y si ella era ella.
Iba ya a desplazarme hacia la ventana de la izquierda cuando se abrió la puerta
del salón y vi aparecer a Janet. Sí, era ella, no me había equivocado de casa
ni se habían mudado sin mi conocimiento. Llevaba puesto un delantal, como había
previsto. Llevaba siempre puesto el delantal, decía que quitárselo era una
pérdida de tiempo porque siempre, decía, había que volver a ponérselo por algo.
Estaba muy guapa, no había cambiado. Pero todo esto lo vi y lo pensé en un par
de segundos, porque detrás de ella, inmediatamente, entró también un hombre.
[…]
Parecían enfadados, con
uno de esos momentáneos silencios tensos que siguen a una discusión entre
marido y mujer. Entonces Janet se sentó en el sofá y cruzó las piernas. Era
raro que llevara medias transparentes y zapatos de tacón alto con el delantal
puesto. Se echó las manos a la cara y se puso a llorar. Él, entonces, se agachó
a su lado, pero no para consolarla, sino que se limitó a observarla en su
llanto. Y fue entonces, al agacharse, cuando le vi la cara. Su cara era mi
cara. El hombre que estaba allí, en mangas de camisa, era exactamente igual que
yo…
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