Seguimos con esta semana de centenarios y lo
hacemos hoy homenajeando a Marcel Proust (1871-1922)
con un fragmento de En busca del tiempo perdido, la obra cumbre de las letras
francesas del siglo XX; concretamente, aquel en el que aparece la más famosa “magdalena”
de la historia de la literatura, que le despierta al protagonista de Por
el camino de Swann los olvidados recuerdos de su infancia:
“Hacía ya muchos años que no
existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de
acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo
tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té.
Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó
mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que
parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto,
abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan
melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que
había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel
trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención
en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me
invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las
vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad
en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia
preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era
yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría
venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor
del té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma
naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo?
Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que
ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del
brebaje va aminorándose. […]
Y de pronto el recuerdo surge.
Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía,
después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en
Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando
iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado
nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas,
en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray
para enlazarse a otros más recientes […] Pero cuando nada subsiste ya de un
pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las
cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y
más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y
aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su
impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.”
Marcel Proust, Por el camino de Swann
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