Retrato de Benito Pérez Galdós, de Joaquín Sorolla, 1894 |
Estamos viviendo unos tiempos difíciles que nos
han pillado por sorpresa a todos. Pero, como ya ha ocurrido en épocas
anteriores, conseguiremos salir adelante. Como testimonio de superación de otras
crisis pasadas, recurrimos a las palabras de Benito Pérez Galdós, con las que apelaba a la importancia de la educación. Un siglo
después, su pensamiento sigue teniendo plena vigencia. Así que, “soñemos, alma,
soñemos”.
Como el agua a los campos, es necesaria
la educación a nuestros secos y endurecidos entendimientos. Han dicho que no
deseamos instruirnos, puesto que no pedimos la instrucción con el ansia del
hambriento que quiere pan. La instrucción no se pide de otro modo que por la
voz, o mejor, por los signos de la ignorancia. El ignorante es un niño, y el
niño no pide más que el pecho, si es chiquitín, o los juguetes, si es
grandullón. Aguardar, para la educación de la criatura, a que esta diga
«llévenme a la escuela que tengo muchas ganas de ser sabio», es fiar nuestros
planes a la infinita pachorra de la Eternidad. Si así lo hiciéramos
demostraríamos que los grandes somos tan cerriles como los pequeños.
Procuremos grandes y chicos instruirnos
y civilizarnos, persiguiendo las tinieblas que el que menos y el que más llevan
dentro de su caletre. El cerebro español necesita más que otro alguno de
limpiones enérgicos para que no quede huella de las negruras heredadas o
adquiridas en la infancia. Y al paso que nos instruimos, cuidémonos mucho de no
ser presumidos ni envidiosos, que el orgullo y el desagrado del bien ajeno son dos
feísimas excrecencias adheridas a nuestro ser, que piden un formidable esfuerzo
para ser arrancadas y arrojadas al fuego como yerba dañosa. La presunción es
cosa muy mala, peor todavía que el desprecio de nosotros mismos, cuando nos da
por creer que somos unos bárbaros incapaces de benignos sentimientos, de
cultura y de vivir en paz unos con otros. Ni esto sirve para nada, ni menos el
suponernos únicos poseedores de la verdad, y los más bonitos, los más agudos
que en el mundo existen El odioso remate de estos defectos es la pálida
envidia, que nos priva del goce de admirar al que por su ingenio, por su
perseverancia o por otra virtud está más alto que nosotros. Seamos modestos, y
aprendamos a no estirar la pierna de nuestras iniciativas más allá de lo que
alcanza la sábana de nuestras facultades. Hagamos cada cual, dentro de la
propia esfera, lo que sepamos y podamos: el que pueda mucho, mucho; poquito el
que poquito pueda, y el que no pueda nada, o casi nada, estese callado y
circunspecto viendo la labor de los demás. Acostumbrémonos a rematar cumplidamente,
con plena conciencia, todo lo que emprendamos; no dejemos a medias lo que
reclama el acabamiento de todas sus partes para ser un conjunto orgánico,
lógico, eficaz, y conservémonos dentro de la esfera propia, aunque sea de las
secundarias, sin intentar colarnos en las superiores, que ya tienen sus
legítimos ocupantes. Cada cual en su puesto, cada cual en su obligación, con el
propósito de cumplirla estrictamente, será la redención única y posible,
poniendo sobre todo, el anhelo, la convicción firme de un vivir honrado y
dichoso, en perfecta concordancia con el bienestar y la honradez de los demás.
¿Es esto soñar? ¡Desgraciado el pueblo
que no tiene algún ensueño constitutivo y crónico, norma para la realidad,
jalón plantado en las lejanías de su camino!
Fragmento del artículo "Soñemos, alma,
soñemos",
publicado en el nº 1 de la revista Alma
Española, en 1903
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